finalizar con un montón de restos, o la más hermosa obra de arte que se haya visto jamás.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Blanco.

Cada movimiento que la manecilla realizaba hacia la derecha, era otro segundo más de incógnita. Deseaba saber que hacía aquí.
Mis brazos se entrelazaban sobre mi pecho, y me hacían presión, pero no podía apartarlos.

Las piernas estaban también rodeadas por una tela blanca. Miré a mis laterales, y pude comprobar que estaba sentada sobre una silla. Blanca, probablemente de madera. Y de tacto que desconozco.

No sabía por qué solo tenía ante mí una de aquellas cuatro paredes que me rodeaban. Todas iguales, cubiertas por baldosas cuadradas blancas mate. Pero había una diferencia entre ellas. Una de las cuatro paredes tenía una puerta, también blanca. Que dejaba ver como la gente pasaba por delante a través de una pequeña ventana traslucida.

Se veía pasar gente, personas como yo. La gran diferencia era que ellos estaban fuera, y yo no.

Se veía pasar a las personas. Pero no se oía nada. Nada, excepto el tic-tac del reloj.

Quería gritar. Pero no podía. Algo me amordazaba también la boca.

Intenté soltarme de aquella tela que me rodeaba el cuerpo, impidiendo mi movilidad. Intento nulo.

De repente, pude ver como el pomo interno de puerta giraba. ¡Venían a salvarme!
Un hombre, al que no pude reconocer, pues una mascarilla le tapaba el rostro, se acercó a mí.

Me inundó una sensación de tranquilidad.

Esa sensación no duro mucho. El hombre venía hacia mí con una aguja.

Sentí el pinchazo. Sentí que me rendía. Me rendí.

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